Cuando somos niños a todos nos gusta que nos
cuenten largas historias una noche de invierno, donde las palabras son nuestra
única compañera. Prendamos la chimenea, apaguemos las luces y recostaos en
algún lugar apacible, que esta historia va a ser de esas que contéis a vuestros
hijos, como mi abuelo un día me contó a mí.
Humedad, frío, nieve, las calles vacías, el
suelo helado. Un típico día invernal en una pequeña ciudad del norte. Todos sus
habitantes resguardados en casa, intentando matar el aburrimiento con cualquier
programa absurdo en la televisión. Una mujer sentada en el porche de su humilde
casa. Sus cabellos rubios y suaves como la seda se les llevaba el viento, a la
vez que su tez blanquecina mostraban su pureza interior y sus labios sonrosados
ansiaban un último beso. Un último beso de un amor que hace tiempo que se fue y
prometió volver. Todas las puestas de sol, esta mujer se apoyaba en la
barandilla, ya que como bien dijo su amado “Volveré cuando menos te lo esperes,
en la más bella puesta de sol” y ella prometió que esperaría hasta su último
aliento. Esperó semanas, meses, años…pero los días abrumados de tormentas,
nunca la dejaban ver el sol ponerse.
Un 25 de enero; un día como cualquier otro,
se levantó, alzó la vista y encontró en una pared colgada, la imagen de lo que
día a día mantenía esperando su corazón palpitante. Bajó las escaleras una a
una, llegó a la puerta y para su sorpresa, se encontró una carta, sin
remitente. La recogió del suelo, se sentó en una silla en la cocina y
resquebrajó el sobre con cierta curiosidad. Con cada línea que leía, sus
pupilas se dilataban y su rostro se volvió pálido. Sus dedos tensos arrugaron
el trozo de papel y lo apretujaron contra sus manos. Se puso en pie y comenzó a
golpear todo objeto que se interpusiera en su camino. Poco a poco, la ira se
apoderó de la anteriormente, humilde vivienda. Sus paredes se volvieron grises,
y las ventanas rotas manifestando la ira humana. Las estrellas no volvieron a
ver esa tez blanca y a iluminar esos ojos de avellana. Todos los días se
sentaba en la silla de la cocina a la vera de la ventana, clavando sus ojos en
un punto fijo, esperando el momento, el momento en el que llegara su venganza.
Habían pasado 20 años y la casa se iba
cayendo a pedazos. Su alma seguía esperando al acecho en busca de venganza. De
repente, se oyeron pasos; alguien llamó a la puerta. El frío helador del
cuchillo que sujetaba la mujer se sentía en toda la casa. Giró el pomo de la
puerta, alzó el arma por encima de su cabeza, y sin compasión se lo clavó en el
corazón. El hombre sujetaba unas cartas en la mano que se vieron salpicadas de
sangre roja cargada de ira. Estas cayeron una a una al suelo, y rápidamente la
mujer cogió las cartas, las inspeccionó también y encontró un sobre blanco sin
remitente. Sintió una punzada en su corazón y corrió escaleras abajo al desván
a guardarlo en un baúl que cerró con llave, la cual rompió previamente. Corrió
a recoger el cadáver de la entrada y levantando algunas baldosas de la cocina,
lo introdujo en el suelo y lo escondió. Un silencio sepulcral inundó el
ambiente. El cuerpo de la mujer había conseguido la paz que llevaba ansiando
durante años. La tensión desapareció de su rostro. Ya había conseguido su última
meta en la vida, lo había conseguido, su venganza había sido realizada. Se
recostó en el sofá y poco a poco se le fue nublando la vista y sus párpados acabaron
escondiendo su mirada. Se oyó un golpe. ¿De dónde provenía? Otro golpe. Otro
más, y otro, y otro. Cada golpe se acompasaba con cada latido de su corazón. El
ruido venía del sótano. Otro golpe. Los nervios le recorrían por dentro, pero
decidió bajar los escalones con precaución. Otro golpe. Abrió la puerta que chirrió
y se estremeció aún más. De repente vio como un baúl de madera ennegrecida por
el paso del tiempo, se movía y pegaba golpes contra el suelo y la pared.
Retumbaba toda la habitación. Su cuerpo
le pedía salir corriendo, pero su corazón le llamaba a gritos para que se
acercara al baúl. Se puso de rodillas en
frente de él, y para su sorpresa, se abrió y un sobre blanco como la nieve saltó
y cayó sobre sus manos. Abrió la carta y notó la textura del papel sobre sus
manos, la olió y la desplegó con sumo cuidado. Deslizó sus ojos a lo largo de
las líneas y sus pupilas se empezaron a llenar de amargas lágrimas. De repente,
todo comenzó a dar vueltas y se hizo la oscuridad. Se levantó repentinamente del sofá. Miró las
palmas de sus manos; estaban llenas de tinta negra como la de la carta. Las palabras
avanzaban rápido por la piel de sus brazos hasta inundar todo su cuerpo. El
peso fue demasiado y no pudo evitar caer al suelo. El mismo suelo donde el
cadáver estaba escondido. Su corazón agazapado y destrozado por la venganza se
escondió tanto que dejó de sentir sus latidos. No podía soportar tal pesar. No
podía seguir viviendo con todos esos remordimientos comiendo su interior. Se
arrastró hacia la cocina, empuñó un cuchillo y otra vida desapareció del mundo.
Ni siquiera se percató de que lo había clavado en el lugar en el que el corazón
supuestamente debería asentarse, pero habría dado igual, porque este ya no
existía, había sido consumido por sentimientos impuros que el ser humano no
puede soportar. Se mantuvo de rodillas hasta que su último aliento marcó el
final de la vida.
¿Qué ponía en la carta que contenía aquel
misterioso sobre? ¿Qué pudo haber sido lo que la haya provocado tanta ira como
para conseguir matarla a ella misma? Llevaba esperando a su amor demasiado
tiempo, pensó que la habría abandonado. En cada una de las cartas solamente
explicaba que el día que tenía previsto volver a su lado, se había alargado.
Pensó que la engañaba, empezó a desconfiar de su amado. La ira recorrió su
alma, la destrozó e intentó calmarla quitando la vida al portador de su
desgracia. Tras esto, se dio cuenta que se había dejado llevar por impulsos
negativos y que el mundo había perdido una vida por una mal interpretación suya.
No pudo soportar esa carga, ni olvidar todo lo ocurrido y se hundió en su
cólera. Esto demuestra que lo que más le duele al corazón es el intento de
olvido.