¡Y cómo no! Ahí estaba yo, como en cada amanecer. Frente a un simple trozo
de cristal, me encontraba yo. La habitación olía a pena, rabia, impureza… No
debí hacerlo, no debí dejarla ir. Mi cabeza daba vueltas como una peonza sin
control, reviviendo una y otra vez la misma imagen. Me aparté del espejo y me
cubrí el dolor con las manos blanquecinas, debido a la ausencia de sol. ¿Qué
le pasaba al espejo? Llevaba dos meses aislado, solo pensando en aquel dolor
insoportable, que me iba comiendo poco a poco. Me pasaba todo el día
intentando poder mirarme al espejo. Pero no podía. Formé un puño con mi
mano, desaté toda mi furia y di un golpe en el cristal. Solo un rasguño, solo uno
fue el resultado de mi enfado. Me di la vuelta, miré hacia donde solía
recostarse el resultado de un amor inolvidable. Y, ya no estaba, se había ido,
para siempre. Mi niña, mi tesoro. Todos me decían que ahora tendría todo lo
que quería y tendría más tiempo para mí. Pero había perdido lo que más
quería en el mundo. Se me empezaron a desatar ríos de lágrimas amargas.
Volví la mirada hacia aquel espejo. Solo veía reflejada mi espalda junto a mi
perfecto pelo engominado.
Bajé la mirada y encontré un libro que antes no estaba, o al menos, yo no lo
había visto. Pasé la primera página y encontré un trozo de papel que decía:
“Hola, papá:
Esto te lo escribo para que sepas que, yo ya sabía que esto ocurriría. Porque…
a todos nos toca algún día. Nunca pensé que esto me ocurriría a mí antes que
a ti, pero por eso, quiero decirte que, por favor, te acuerdes de mí. Pero no
quiero que te pongas triste cuando me recuerdes, porque a mí me gusta verte
sonreír, y aunque yo no esté, quiero que sigas viviendo como antes, porque yo
te quiero y ese es mi mayor deseo.
Te quiero, “Papi”.
“Lucía”
Más lágrimas derramadas, pero esta vez de felicidad. Y, bueno, ya os
imaginaréis lo que pasó ¿verdad? Si la respuesta es “no”, eso significa que
tenéis que dejar de pensar en el pasado, vivir ahora y recordar las cosas
buenas de la vida.