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domingo, 25 de diciembre de 2011

Italia: arte, amigos y CocaCola


Todo empezó mucho antes, cuando Jesús nos preparaba para el concurso de relato breve de cocacola. Nunca pensé en ganar, pero gané y lo mejor fue el premio: un viaje a Italia con el resto de los ganadores de cada comunidad autónoma. Este fue el viaje.


Supuestamente, ese día, yo estaba de vacaciones. Esto es mucho suponer. ¡Levantarse a las ocho de la mañana un día de verano!, pero valió la pena, solo por el recuerdo de un viaje inolvidable y unas amigas que no se encuentran en cualquier parte. Las largas caminatas y charlas interminables al final parecieron ser lo de menos. Aprendimos cosas nuevas, pero no solo de piedras amontonadas artísticamente formando un monumento único e inigualable, sino también cosas más importantes, como a valernos por nosotros mismos. Estar a tres mil kilómetros de casa durante cuatro días no es algo que hayamos repetido muy a menudo. Saber arreglar tus propios problemas, también es un reto por el que hemos tenido que pasar todos alguna vez. Pero con la ayuda de todas estas maravillosas personas (también de Jesús mi profe y José María de Cocacola) ha sido mucho más fácil. Todo empezó en Madrid. Nada más llegar, una niña se me acercó y empezó a hablar a tal velocidad que no la entendía nada. Me le quedé mirando con cara de incredulidad, y empezó a dar golpes en el suelo con el pie, diciendo que lo había hecho mal. Y empezó otra vez a presentarse. La dije que tranquila, estaba angustiada por hacer amigas, pero al final se dio cuenta que estaba exagerando. Yo también estaba nerviosa, estábamos las dos en la misma situación. Otra cosa que me inquietaba era mi compañera de habitación. Nada más llegar pregunté quién era, pero todavía no había llegado. Esto se debía a que era la que venía de más lejos, de Canarias. Esa misma noche nos llevaron a un concierto, al que no pudimos quedarnos toda la noche porque al día siguiente había que madrugar. Maldita Nerea nos hizo bailar y saltar. A la mañana siguiente a Barajas, a coger un avión con destino Italia.

Primera parada, Roma. Todas las mañanas nos venía a recoger un autobús, que nos llevaba al centro de la ciudad. Visitamos la Columna Trajana, “La Fontana di Trevi”, el Coliseo, los arcos de triunfo, el foro romano,  “Vittoriano”,  la plaza Navona, el Panteón, y por supuesto, no puede faltar, el Vaticano.  Aquella tarde, una sorpresa totalmente inesperada. De repente, ante nuestros ojos, aparecieron unos.... ¡diecisiete! fiat 500, que nos llevaron al hotel, y luego a cenar. Nos trasladamos a los años 60. Descubrí una cosa, ¡qué los italianos conducen como locos! Y no hay rayas que dividan la carretera en carriles; no, no, allí, cada uno conduce como le parece. ¡Qué miedo pasé en algunas curvas, hasta se me revolvió la tripa! Pero mereció la pena, la comida italiana era fantástica, pensé que me cansaría de tantos espaguetis, lasaña, macarrones, pizza…, pero es que hay tanta variedad de combinaciones, que es imposible repetir. Aunque lo que en realidad se echaba de menos era, ¡un buen filete con patatas!

Y no nos podemos olvidar de nuestra segunda parada: Florencia. Recordaré siempre sus calles, sus puentes, sus monumentos… ¡Unas de las ciudades más bonitas que he visto nunca! La pena fue que sólo nos quedamos un día. ¡Es el lugar en el que tomé el mejor helado de toda mi vida! No hay nadie que se resista a los helados italianos. La locura de este último día empezó en el tren, cuando nos pusimos a hacer fotos a un mono de peluche. Algunos pensaréis que estábamos locas, y no os lo niego, la verdad; pero es que en esos momentos, nos daba igual lo que la gente pensara, nuestra meta en ese viaje era pasárnoslo bien. Esto no acabó aquí, nuestra última idea era pasar nuestra última noche todas juntas. Y que mejor idea que dormir todas en una misma habitación. Como es de suponer, todas no cabíamos en las camas, así que, alguna que otra tuvo que pasar la noche en el suelo, en el sofá, y también en la bañera. Esa noche no durmió nadie hasta tarde, pero al final nos acabó venciendo el sueño y no importó la incomodidad del lugar.

Lo peor el último día. Ríos de lágrimas surcaban nuestras mejillas sin parar, abrazos interminables; y solo pensar que esta sería nuestra única y última despedida…