Todo empezó
mucho antes, cuando Jesús nos preparaba para el concurso de relato breve de
cocacola. Nunca pensé en ganar, pero gané y lo mejor fue el premio: un viaje a
Italia con el resto de los ganadores de cada comunidad autónoma. Este fue el
viaje.
Supuestamente,
ese día, yo estaba de vacaciones. Esto es mucho suponer. ¡Levantarse a las ocho
de la mañana un día de verano!, pero valió la pena, solo por el recuerdo de un
viaje inolvidable y unas amigas que no se encuentran en cualquier parte. Las
largas caminatas y charlas interminables al final parecieron ser lo de menos.
Aprendimos cosas nuevas, pero no solo de piedras amontonadas artísticamente
formando un monumento único e inigualable, sino también cosas más importantes,
como a valernos por nosotros mismos. Estar a tres mil kilómetros de casa
durante cuatro días no es algo que hayamos repetido muy a menudo. Saber
arreglar tus propios problemas, también es un reto por el que hemos tenido que
pasar todos alguna vez. Pero con la ayuda de todas estas maravillosas personas
(también de Jesús mi profe y José María de Cocacola) ha sido mucho más fácil.
Todo empezó en Madrid. Nada más llegar, una niña se me acercó y empezó a hablar
a tal velocidad que no la entendía nada. Me le quedé mirando con cara de
incredulidad, y empezó a dar golpes en el suelo con el pie, diciendo que lo
había hecho mal. Y empezó otra vez a presentarse. La dije que tranquila, estaba
angustiada por hacer amigas, pero al final se dio cuenta que estaba exagerando.
Yo también estaba nerviosa, estábamos las dos en la misma situación. Otra cosa
que me inquietaba era mi compañera de habitación. Nada más llegar pregunté quién
era, pero todavía no había llegado. Esto se debía a que era la que venía de más
lejos, de Canarias. Esa misma noche nos llevaron a un concierto, al que no
pudimos quedarnos toda la noche porque al día siguiente había que madrugar.
Maldita Nerea nos hizo bailar y saltar. A la mañana siguiente a Barajas, a
coger un avión con destino Italia.
Primera
parada, Roma. Todas las mañanas nos venía a recoger un autobús, que nos llevaba
al centro de la ciudad. Visitamos la Columna Trajana, “La Fontana di Trevi”, el
Coliseo, los arcos de triunfo, el foro romano,
“Vittoriano”, la plaza Navona, el
Panteón, y por supuesto, no puede faltar, el Vaticano. Aquella tarde, una sorpresa totalmente
inesperada. De repente, ante nuestros ojos, aparecieron unos.... ¡diecisiete!
fiat 500, que nos llevaron al hotel, y luego a cenar. Nos trasladamos a los
años 60. Descubrí una cosa, ¡qué los italianos conducen como locos! Y no hay
rayas que dividan la carretera en carriles; no, no, allí, cada uno conduce como
le parece. ¡Qué miedo pasé en algunas curvas, hasta se me revolvió la tripa!
Pero mereció la pena, la comida italiana era fantástica, pensé que me cansaría
de tantos espaguetis, lasaña, macarrones, pizza…, pero es que hay tanta
variedad de combinaciones, que es imposible repetir. Aunque lo que en realidad
se echaba de menos era, ¡un buen filete con patatas!
Y no nos podemos
olvidar de nuestra segunda parada: Florencia. Recordaré siempre sus calles, sus
puentes, sus monumentos… ¡Unas de las ciudades más bonitas que he visto nunca!
La pena fue que sólo nos quedamos un día. ¡Es el lugar en el que tomé el mejor
helado de toda mi vida! No hay nadie que se resista a los helados italianos. La
locura de este último día empezó en el tren, cuando nos pusimos a hacer fotos a
un mono de peluche. Algunos pensaréis que estábamos locas, y no os lo niego, la
verdad; pero es que en esos momentos, nos daba igual lo que la gente pensara,
nuestra meta en ese viaje era pasárnoslo bien. Esto no acabó aquí, nuestra
última idea era pasar nuestra última noche todas juntas. Y que mejor idea que
dormir todas en una misma habitación. Como es de suponer, todas no cabíamos en
las camas, así que, alguna que otra tuvo que pasar la noche en el suelo, en el
sofá, y también en la bañera. Esa noche no durmió nadie hasta tarde, pero al
final nos acabó venciendo el sueño y no importó la incomodidad del lugar.